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El 'anumerismo' también es incultura

Saber pocas matemáticas nos convierte en ciudadanos más manipulables - El desconocimiento de los números carece del reproche social que provocan otras ignorancias 

 

Comprar un décimo a Doña Manolita "porque ahí cae mucho" sin tener en cuenta la enorme cantidad de números que despacha esa administración de lotería. Traducir del inglés la palabra billion por "billón" sin considerar que en español ese término designa una cifra mil veces mayor. Asumir sin el menor sentido crítico el titular "ocho autonomías, por debajo de la media en gasto sanitario", sin preguntarnos qué tendrá de extraordinario la noticia.
Estos tres ejemplos son síntomas de anumerismo, la incapacidad en diversos grados para desenvolvernos en el universo de las cifras. La palabra la popularizó hace 23 años el matemático estadounidense John Allen Paulos en El hombre anumérico (Tusquets), un ensayo que ya es un clásico. Y aunque el término no ha entrado en el diccionario, describe una realidad vigente, un tipo de ignorancia que puede afectar a personas cultísimas en otras ramas del saber. Su precio, según Paulos, es alto. "Usted puede elegir entre tener o no ciertas nociones numéricas pero si no las tiene será más manipulable". Y más proclive a dejarse engañar por charlatanes y pseudocientíficos.
Emilio Lledó, profesor de Historia de la Filosofía y académico, reivindica también las matemáticas como una luz para alumbrar un mundo de manipulación informativa. "Esta ciencia es una lucha constante con la verdad porque en ella, en su exactitud, no caben las ideas mentirosas". Lledó recuerda su etimología: del griego máthema, aprender. Y no solo aprender, sino experimentar. Y no solo experimentar, sino deducir. Y no solo deducir, sino demostrar. Y no solo demostrar, sino estar en contacto con lo verdadero. "Y todo esto", lamenta, "no puede estar muy de moda en un universo que tiende a la falsedad".
A la lucha contra los efectos perniciosos del anumerismo dedica la Real Sociedad Española de Matemáticas su centenario en este 2011. Un combate difícil porque, según su portavoz, Adolfo Quirós, profesor de la Universidad Autónoma, este tipo de analfabetismo no tiene el reproche social de otras carencias. En una reciente entrevista en este diario, Quirós razonaba: "En un restaurante a nadie le preocupa decir 'haz la cuenta'; pero nos cortaría mucho pedir que nos leyeran el menú". "Ahora hay máquinas que lo hacen todo, pero tenemos que saber cuándo nos sale un disparate con una calculadora". Su organización pretende convencer a la gente de que esas cifras que le aterran representan cuestiones de la vida diaria y desentrañarlas ayuda a comprender la realidad.
Quirós propone un ejemplo de cómo saber de números nos vuelve ciudadanos mejor informados: al presentar la decisión de reducir la velocidad en carretera a 110 kilómetros por hora, el Gobierno aseguró, en un primer momento, que se pretendía ahorrar "el 15% en la gasolina y el 11% en gasóleo". Si no hacemos un mínimo esfuerzo intelectual asumiremos las cifras sin más. Una reflexión rápida demuestra que el dato no se sostiene: muchos vehículos no alcanzan los 120 km por hora. Y otros se mueven solo o preferentemente por ciudad. El resultado es que el ahorro real se acerca más al 3% del total de combustible, 90 millones de litros al mes, la cifra que dio más tarde el Ejecutivo. Una cantidad notable, pero muy por debajo de la primera. Situar la cuestión en términos cabales nos permite dar fundamento a nuestras opiniones y tomar decisiones más responsables.
Una buena parte de las confusiones provienen de nuestra dificultad para manejar cifras muy grandes, por ejemplo, el número de asistentes a una manifestación. Antes de que iniciativas como las del Manifestómetro pusieran coto a la hiperinflación de asistentes, 300.000 personas parecían pocas para algunas concentraciones. Ahora sabemos que alcanzar esa cifra tiene mucho mérito. "Hagamos la prueba", dice Quirós, "de visualizar ese número". Por ejemplo, esas 300.000 personas ocuparían, a 60 por autobús, unos 5.000 autobuses. Y a 12 metros por vehículo, pegados el uno junto al otro, formarían una hilera de 60 kilómetros que llegaría de Madrid hasta Guadalajara. Y ahora ¿es pequeña una manifestación con 300.000 participantes?
Para Raúl Ibáñez, profesor de la Universidad del País Vasco, esa dificultad para abarcar mentalmente las grandes cifras constituye un primer grado del anumerismo que padecemos todos en mayor o menor medida. En un segundo escalón sitúa a las personas que, teniendo unos conocimientos básicos de matemáticas, se bloquean cuando se enfrentan a una fórmula. Por último, están los que no tienen las más mínimas nociones numéricas, equivalentes en otro plano a los que no saben leer.
¿Los medios de comunicación andan un poco mejor de matemáticas o contribuyen a amplificar los disparates? Josu Mezo, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, lleva siete años comentando en su blog Malaprensa los errores -numéricos pero también de concepto o de sentido común- que cometemos los periodistas. Cree que muchos errores recurrentes ya no se repiten, aunque otros están enquistados. "Hace poco volví a ver ese titular de 'las comunidades con mayor número de denuncias -en términos absolutos- son Madrid, Cataluña y Andalucía"... "Pues claro", ironiza, "son las más pobladas, la noticia sería que fuera La Rioja".
Para Mezo la cuestión no es tanto de falta de habilidades, como de no estar alerta. Muchos periodistas, dice, "no tienen activado el nopuedeserómetro". "Saben hacer un porcentaje o una regla de tres, pero no tienen la rutina de pensar si algo tiene lógica, de compararlo con otros datos que conocen para saber si es un disparate". No cree que los profesionales de los medios estén mal formados, pero sí que muchos tienen una vocación literaria o quieren intervenir sobre el mundo. "No se dan cuenta de que su reto se parece más al de un científico que al de un escritor: deben entender y contar la realidad". Y le asombra que los planes de estudio no incluyan materias específicas para aprender a indagar.
Ibáñez coincide en no vendría mal a los periodistas una formación extra en matemáticas. Y alerta de un error frecuente en las informaciones: muchas noticias dan datos desnudos que no significan nada si no se comparan con otros. Pone como ejemplo un titular reciente: "El 87% de los conductores involucrados en atropellos son hombres". Y se pregunta: "¿Sabe el periodista qué porcentaje de conductores son de sexo masculino? Porque sin ese dato, la noticia no dice nada".
¿Se enseñan mal las matemáticas en España? El informe PISA, de 2009, sitúa a nuestros alumnos 11 puntos por debajo de la media de la OCDE (485 frente a 496), pero en niveles similares a los de compresión lectora o ciencia.
Los profesores de matemáticas, como los del resto de asignaturas se quejan de falta de tiempo y de la masificación de las aulas. Pero apuntan otros problemas específicos. Mercedes Sánchez, profesora asociada a la Universidad Complutense, señala que los chicos desarrollan la inteligencia abstracta a edades distintas y ahí se abre una brecha enorme que solo una enseñanza más personalizada podría cerrar porque "un niño en la masa se pierde". María Gaspar, presidenta de la Olimpiada Matemática Internacional que se celebró en Madrid en 2008, coincide en que la falta de tiempo es uno de los problemas: "Esta materia es muy constructiva, hay que subir los escalones uno a uno para quemar etapas". Añade otra dificultad: "Las matemáticas requieren trabajo constante, un esfuerzo que no todo el mundo está dispuesto a hacer". Y recuerda que la asignatura ha estado marcada por un cierto estigma: "Antes, el que destacaba era un bicho raro, ahora, los compañeros reconocen su valía".
En este punto del debate, Lledó recuerda un chiste "estupendo" de El Roto: "Las carreras con más futuro son las de caballos, dejo la Universidad y me paso al hipódromo". Esta reflexión toca un problema fundamental, según Lledó: "Se está enseñando a los chicos solo a ganarse la vida, que es la manera más triste de perderla". "Hacen falta", reflexiona, "profesores que entusiasmen y eso se pierde en una Universidad absolutamente pragmatizada, mera transmisora de mecanismos vacíos para resolver problemas. Y al final no se profundiza en ese otro asunto, el del cosmos extraordinario del universo abstracto que los seres humanos han sabido crear durante miles de años". Un conocimiento con beneficios, además, para el estudio de otras materias. Porque las matemáticas son "una buena medicina para la fluidez del pensamiento, un mundo de universos ideales que ayuda a la construcción de cualquier realidad".
¿Por qué se acepta con tanta indulgencia la frase "soy de letras" para excusar la falta de nociones muy básicas? "Nadie debería enorgullecerse", opina el filósofo Fernando Savater, "quizá es así porque es más fácil que en una tertulia salga un tema de cualquier otra materia". Savater reconoce que las matemáticas no son lo suyo pero admite que "mal se pueden entender determinados campos del conocimiento sin saber nada de números".
En su terreno, la filosofía, ha habido grandes matemáticos, como Platón -cuya academia estaba presidida por el cartel "nadie entre aquí que no sepa geometría"-, Descartes, Russell... pero también pensadores alejados de los números, como Nietzsche. "Si uno quiere dedicarse a la filosofía de la Ciencia, son imprescindibles; no tanto si se va a centrar en la metafísica". En su caso, sí le hubiera gustado saber más de matemáticas. "Estoy avergonzado, cuando mi hijo empezó el bachillerato le empujé a hacer el que combina letras y ciencias, para que no fuera como yo", dice Savater. Pero se resigna: "Es una carencia, pero uno tiene tantas...".
Recapitulamos. Las matemáticas tienen una aplicación práctica en otras ramas del saber. Ayudan a entender el mundo en el que vivimos, a tomar mejores decisiones, a ser ciudadanos más responsables y a vacunarnos contra la manipulación. Pero también pueden proporcionar alegría. Bertrand Russell decía en su ensayo La conquista de la felicidad que si no se había suicidado en su adolescencia fue porque quería saber más de matemáticas. Sin tanto dramatismo pero con el mismo entusiasmo, Lledó se emociona hablando de un mundo que no es estrictamente el suyo. "Tengo un hijo matemático y me doy cuenta de lo que goza con lo que descubre. Intenté leer su tesis doctoral, no entendía mucho pero sí me daba cuenta de que hablaba de un universo maravilloso". ¿Por qué esa fascinación por una realidad que ni siquiera podemos ver? "Tal vez porque somos fórmulas perfectas en un universo hilado en deducciones, análisis, intuiciones...", concluye Lledó.


Cuando los números contradicen a la intuición

El profesor Raúl Ibáñez, profesor de la Universidad del País Vasco y Premio J. M. Saviron de divulgación científica 2010, propone cuatro ejemplos de la vida cotidiana, algunos ya comentados por John Allen Paulos, que demuestran que saber un poco de matemáticas impide que nos dejemos engañar por las falsas apariencias.
- Coincidencia de cumpleaños. En ocasiones nos sorprendemos por "coincidencias" que no son extraordinarias. Por ejemplo. En una comida con 25 personas dos cumplen años el mismo día. La probabilidad de que eso suceda puede parecernos bastante baja, ya que hay 366 fechas posibles. Pero no lo es. A partir de 23 personas ya hay un 50% de probabilidades de que dos compartan día de nacimiento. Con 30 personas supera el 70%. Y en una reunión de 70 pueden apostar lo que quieran con garantías de ganar: supera el 99%.
- Saber y ganar. El concursante de un programa de televisión se enfrenta a la prueba final, en la que hay tres puertas. Detrás de una de ellas hay un coche, y tras las otras dos, nada. Elige una y el presentador ordena abrir alguna de las otras dos, siempre una sin premio. Entonces, tienta al concursante: "¿Desea cambiar de puerta?". La intuición nos dice que da igual, que tendremos un 50% de probabilidades de acertar. Pero no es así. Si nos quedamos en la misma solo tendremos una probabilidad de 1/3 (33%) de conseguir el premio, igual que al principio. Pero si cambiamos, la probabilidad de obtener el coche será de 2/3: seremos ganadores siempre que nuestra primera opción no fuera la correcta. Y partíamos con un 66% de probabilidades de equivocarnos.
- Diagnóstico terrible. Nos hacen una prueba para averiguar si padecemos una grave enfermedad que afecta a una de cada 200 personas. El análisis tiene el 98% de fiabilidad, esto es, falla el 2% de las veces. Damos positivo. ¿Debemos asustarnos? Sí, pero no en exceso. La probabilidad de que padezcamos el mal es del 20%. De cada 10.000 personas, unas 50 tendrán la enfermedad. De ellas, 49 obtendrán un resultado positivo en la prueba y una dará negativo (por el margen de error). En cuanto a la población sana (9.950 personas), 9.751 darán negativo y 199 positivo. Luego la mayoría de las personas diagnosticadas del mal en ese análisis (199 de 248) serán en realidad falsos positivos (80%).
- ¿Es tan improbable? 30 personas van a una fiesta y dejan su sombrero en un perchero. A la salida, cada una toma uno sin fijarse bien si es el suyo. ¿Qué probabilidad hay de que ninguna acierte? La intuición nos señala que es muy difícil que suceda, pero no lo es tanto. La probabilidad de que ninguno de los asistentes se lleve su sombrero es de alrededor del 37%. Aproximadamente la misma, por cierto, que la de que acierte solo uno.